Creo en un Dios Padre todomisericordioso que me habita, que me
ama profundamente porque es todo amor y que está loco por mí a pesar de mis
muchas limitaciones, como yo lo estoy por mis hijos incluso cuando meten la
pata y me hacen sentir mal. Los quiero más precisamente en esos momentos y creo
que eso le pasa a Dios conmigo porque cuando YO me he caído ÉL me ha levantado
incluso cuando he culpado a OTROS.
Creo que me ama en la misma
medida que a todos los demás (es decir hasta desbordar la medida más grande que
soy capaz de imaginar y hasta anegar la extensión de terreno más amplia que
puedo concebir), pero no me quiere como a los demás porque nos quiere a mí y a
ti, y a él y a ella como yo quiero a mis hijos: de uno en uno, aunque claro,
para mí es fácil porque ellos son solo dos, y mis hermanos son toda la
humanidad y mi casa es toda la creación aunque yo no sepa verlo.
Creo que cuando Dios nos creó
puso en nuestras manos un tesoro maravilloso del que cuidar. Creo que nos envió
para ser eso, cuidadores. Los unos de los otros y de toda la creación. No
debemos escudarnos en nuestra pequeñez para decir que no podemos, que somos
frágiles. Tampoco debemos engañarnos pensando que lo podemos hacer todo por
nosotros mismos. Más bien estamos llamados a aceptar nuestra condición de creatura y sentirnos llenos del Espíritu
Santo para hacerlo todo como si solo de mí dependiera sabiendo que en realidad todo
depende solo de Dios.
Me reconozco mimado de Dios y doy
gracias por ello desde mi pobre experiencia humana y desde mi forma de saber,
porque cuando yo mimo algo es por cómo me servirá y cuando mimo a alguien es
porque lo estimo por lo que es. Por su amor me siento hijo amado e instrumento
valioso.
Creo que un Dios cuya fe me llegó
heredada, pero que gracias a Él se ha hecho más personal.
Creo que a lo largo de la
historia de la humanidad Dios puso a hombres y mujeres como tú y como yo en la
tesitura de ser santos como lo hace contigo y conmigo. Creo que estas personas
sintieron el amor de Dios, asumieron su misión y aceptaron su condición humana
hasta las últimas consecuencias y están ahí para ser ejemplos cercanos de
Evangelio, para que los sigamos, tanto si fueron reconocidos por la Iglesia como
si no, tanto si pertenecieron a otras religiones como si fueron ateos. Creo que
algunas de estas personas no salen en los libros de historia pero sí en mi
álbum de fotos, o en la orla de mi colegio, o en las imágenes que me visitan
antes de dormir o en las caras que veo día a día. Doy gracias por ello.
Entiendo a mis padres mejor desde
que soy padre y por eso también creo que Dios se hizo pequeño, para que yo
entendiera todo esto desde esta clave humana, y que se hizo hijo para que yo
fuera capaz de sentirme hermano de otros en Él. Rezo más a la Virgen ahora que
soy padre también, aunque vuelvo la mirada cuando la veo representada con oros y
coronas que me despistaron de pequeño.
Creo, con San Ignacio y con Elías,
que Dios me va guiando como si yo fuera un niño pequeño y me ha enseñado de mí mismo que
las cosas me van entrando primero por el intelecto y después por la piel y
luego por las lágrimas y después ya se asientan en mi corazón, aunque a veces
tengo que repetir el proceso una y otra vez porque soy torpe o egoísta o porque
me engaño a mí mismo también una y otra vez, y me desespero.
A veces me siento mal por mis
muchos defectos: mi tendencia a la autocompasión, mi excesiva intelectualidad
que lo tamiza casi todo, mi soberbia, mi suficiencia, mi falta de humildad, mi
fariseísmo, mi Pedro y mi Judas, mi Andrés y mi Santiago, mi Tomás, mi joven
rico y el hermano mayor del hijo pródigo; ay, ese hermano mayor tan secundario
en las lecturas que hemos hecho del texto y tan excesivamente protagonista en mi vida.
Creo que entonces Dios aguarda
respetuoso y paciente hasta que lo dejo pasar dentro, hasta el fondo en mi
vida. Es entonces cuando siento que tengo que reconciliarme conmigo mismo, y
ahí Jesús me pone con él. Me lleva con el Padre, me arropa con el Espíritu
Santo que hay en mí.
Creo en el perdón de los pecados
como la reconciliación de los corazones rotos. Padre, Hijo y Espíritu Santo me
cuentan cuentos de cuando era pequeño y me consuelan, me secan las lágrimas y
me señalan lo mucho bueno que hay en mí.
Creo que cuando Dios me pide que
no me olvide de Él lo hace por mí más que por Él, porque su amor me cura y
porque a través de mí Él quiere curar a otros. Pero no me quiere médico o
cocinero sino medicina o alimento, y eso es lo que me cuesta, porque siento que
voy constantemente del Carmelo al Horeb.
Creo que la Iglesia es eso, una
comunión fraterna de cuidadores, de portadores del Espíritu y que todo lo que
no vaya por esta línea o choque contra el Evangelio no es del buen Espíritu.
Creo que esto pasa porque la Iglesia es humana en la carne y divina en el
espíritu, y que al igual que me pasa a mí también mis hermanos se equivocan, y
también espera el Padre que nos ayudemos los unos a los otros.
Confieso que muchas veces no sé
dónde está Dios. En esos momentos me consuela saber que Él siempre sabe dónde
estoy yo.
Creo que Dios nos puso aquí para
construir un Reino que no es de aquí porque no se rige por las normas de aquí
pero que empieza aquí. Tengo la esperanza de que ese Reino un día estará
terminado y que ese día será un día glorioso en el que todos sentiremos con
agradecimiento el amor de Dios como un regalo, como la lluvia o el Sol.