En los dos post anteriores hablaba
sobre Ejercicios Espirituales de San Ignacio. En el primero sobre mi experiencia personal de EE en Loyola, en el segundo trataba de responder a la
pregunta ¿qué cabe esperar de una experiencia de EE?
Aquí voy a tratar de responder a
otra pregunta que me hicieron a la vuelta de la experiencia: por qué hacer los
ejercicios espirituales. Yo esa pregunta no sé responderla de manera
satisfactoria. Esa es la impresión que tengo por las caras que me ponen cuando
contesto diciendo que creo que hacemos EE porque Dios pone en nosotros ese
deseo. Sin embargo, si me preguntaran para qué hacer EE quizá me lanzaría a aventurar una
respuesta:
Nadie puede dar lo que no tiene.
Tanto menos cuando lo que se tiene no se posee, sino que se es un mero
portador, un depositario, un testigo de la luz. En la medida en que seamos (no
en la cantidad en que dispongamos) estaremos en condiciones de ofrecer y de servir
a las personas y en ellas al Señor. Bien, pues ese ser es, en realidad, un dejarse
hacer en la vida que se ejercita en el silencio, con Dios.
Tenemos la necesidad de ser
evangelizados de nuevo y sentirnos urgidos a anunciar y comunicar que Jesús, el
Señor, vive y nos precede en Galilea. Se trata de aceptar la invitación a convertirnos,
a purificar nuestra fe, a cambiar nuestra experiencia por la experiencia con Él,
a alimentar nuestra inquietud por ser buscadores.
A menudo ponemos nuestra
confianza y nuestros empeños en los objetivos y las programaciones o en el
sacar “a puños” (como diría Mª Luisa Berzosa FI) y con esfuerzo propio lo que solo
es del Espíritu. San Ignacio nos invita a hacerlo todo como si de nosotros
dependiera sabiendo que todo está solo en las manos de Dios. El reto es
precisamente ese: acoger nuestra vida, procurar que nuestra debilidad y nuestra
fortaleza se reconozcan como vecinas bien avenidas de una casa habitada por
alguien más, por un Espíritu que es todo gracia.
¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué puedo hacer por
Cristo?
El conocimiento y aceptación
propios son PARA lanzarnos a la misión, al encuentro con el otro. Es cierto que
el encuentro también puede producirse primero con otros y luego con Él pero, sea
cual sea el orden, más tarde o más temprano los dos confluyen, no hay fe en solitario.
Jesús nos quiere como hermanos ante nuestro padre. Así nos enseñó a vivir y a
orar. Sin la experiencia de encuentro con Él no hay proceso de fe, sin la
experiencia de encuentro con otros no hay ni comunidad, ni camino, ni Iglesia.
Los dos de Emaús han vivido su
propia experiencia de pérdida, aunque esta sea en gran medida compartida. Ambos se encuentran
con Jesús en el camino y ambos vuelven a experimentar una vivencia de tener el corazón
en ascuas cuando lo escuchan en el camino. Sin embargo, esa experiencia se
comparte verbalmente al final del día, cuando Jesús desaparece ante sus ojos al
partir el pan, en la experiencia eucarística: Jesús ya no está fuera de ellos y
por eso no lo ven sino más tarde, con los ojos del corazón: ¿acaso no ardían nuestros
corazones?
De esa escena evangélica de
auténtico acompañamiento nos surge un deseo de dejarse hacer por el Señor: que cuando acabemos de hablar con
una persona se pregunten ¿qué ha pasado?, ¿qué ha dicho?, ¿qué quería?... ¿no
ardía mi corazón? Que el Señor se sirva de nosotros para visitar, servir, acompañar
y ser consuelo.
Es esa experiencia de encuentro
y acompañamiento la que nos hace testigos capaces para anunciar, aunque cuando
lleguemos ante los apóstoles nos encontremos con que también ellos han
experimentado la gracia de la resurrección. No son experiencias que se oponen o
relegan, sino que se complementan y se sustentan entre sí. Las unas confirman a
las otras: ¿acaso no ardían nuestros corazones cuando...? Aquí cada uno añadirá
su experiencia de encuentro y comunión con el Señor en compañía de otros.
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